La devastadora realidad de ‘El Profesor’

“Hoy me he dado cuenta de algo; soy una persona inexistente”. Así empieza una de las escenas más profundas de ‘El profesor’, la obra manifiestamente existencialista de Tony Kaye.

La película nos da a conocer a un protagonista sumergido en la búsqueda del sentido de la vida, que se siente condenado a sobrevivir en una sociedad decadente sin esperanza alguna. Dando vida al profesor Henry Barthes, Adrien Brody refleja en toda la obra su indiferencia hacia la misma existencia, mostrando un enorme desacuerdo con el mundo en el que le ha tocado vivir. A pesar de la fuerza que nos llega a transmitir en determinados momentos del filme, realmente el protagonista se encuentra hundido en la nada en medio de una devastadora realidad que considera abatida en todos sus aspectos y a la que no ve futuro alguno, ya que es testigo de cómo la falta de ambición se ha apoderado de todo aquel que debería transmitir esperanza. El tema del suicidio está muy presente a lo largo de toda la película, y podemos intuir que, de algún modo, ha tenido una enorme influencia en la formación del carácter del profesor, quien asegura no tener sentimientos que herir.

La película en su totalidad está llena de simbolismos que nos introducen aún más en el mensaje de manera inconsciente. Al comienzo de esta escena, mientras el protagonista afirma ser una persona inexistente y vacía, vemos cómo aparece completamente desenfocado reflejando esta misma ausencia de la que habla. A continuación, cabe destacar el plano detalle del anillo y la importancia de los restos de sangre que se limpia de la boca y las manos, ya que ambos son un claro símbolo de la culpa que lleva arrastrando consigo toda la vida. Esto se evidencia aún más al dar paso al primer plano, formado con luces tenues y cálidas que buscan cercanía con el espectador, en el que el profesor confirma haber fracasado, haberse decepcionado y a la vez sentirse decepcionado de la vida misma. El siguiente plano transmite una especie de irritación al espectador, ya que da la sensación de estar encogido, cansado y derrotado; y es así como consigue expresar en la propia pantalla lo que ocurre justamente en el interior del personaje. Los planos que vienen a continuación, tanto los travelling del instituto como el reencuentro entre Henry y Erika (Sami Gayle), tienen prácticamente todo su mérito en la banda sonora, la indiscutible co-protagonista de esta obra, aunque destaca al final de la escena la cámara lenta y el cambio de luz que se producen durante el abrazo de los dos personajes, plasmando la enorme comprensión y conexión que los une.

Definitivamente, es imposible mostrarse indiferente ante esta película. Tony Kaye ha alcanzado tal nivel de pureza y perfección al describir la amargura vital, que su obra logra hurgar en la herida de quienes la habían descubierto y provocarla en quienes la ignoraban. El profesor sustituto de la pantalla se convierte de pronto en una especie de remordimiento que nos aleja de la existencia para afrontarnos a ella, y nos dice a la cara todo aquello que preferimos ignorar.

‘El profesor’ es un golpe de realidad que afecta a todo aquel que se preocupa por su estancia en el mundo. Henry Barthes puede ser cualquiera de nosotros, pero para serlo, primero es necesario hacerse preguntas. El “desapego” final al que ha llegado el protagonista, sintiéndose totalmente fracasado, es en realidad el resultado de haberse interesado por su propia existencia, de no haberse rendido a la mera presencia en la tierra. Quizá es ahí mismo donde se encuentra el engaño, y si cada uno de nosotros fuéramos capaces de replantearnos el sentido de nuestra realidad, el fracaso sería mucho menor. Una vez más, somos testigos de cómo el séptimo arte es capaz de removernos todo el interior e incluso hundirnos la moral con semejantes obras maestras.

‘Seven’, el pecado de Fincher

«Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal. […] Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada.»  – Tomás de Aquino

Gula, avaricia, pereza, lujuria, soberbia, envidia e ira. Tan inclinada está nuestra naturaleza hacia ellos, que hoy en día se han convertido en cualidades de los que presumir con la frente bien alta. Vivimos en un mundo que no tiene tiempo de condenar su falta de valores; no es imprescindible pararse a pensar en el mal que causamos si éste mal nos tranquiliza la conciencia. Nuestra tolerancia está rozando los límites de la estupidez, somos tan comprensibles y flexibles con nuestros propios errores que ni siquiera tenemos la capacidad de reconocerlos, ni de reconocernos a nosotros mismos en ellos.

Esta es la razón que le empuja a John Doe (Kevin Spaceya convertirse en un asesino. Un asesino con una misión indiscutible: despertar a la sociedad de su letargo. Sin embargo, a diferencia de muchos criminales, John no se considera superior a los demás y se convierte a sí mismo en una víctima más de su meticuloso plan. Su finalidad es el motivo de su existencia, y por ello decide sacrificar incluso lo más valioso que tiene: su vida. Es más, ni siquiera lo siente como una pérdida, sino que se enorgullece de la perfección de su obra: «Si quieres que la gente te escuche, no puedes limitarte a darles una palmadita en el hombro, hay que usar un mazo de hierro. Sólo entonces se consigue una atención absoluta». Él tiene clara su intención, «hacer algo que quede marcado al rojo vivo en el inconsciente colectivo», y cumple con cada una de sus palabras, de tal modo que no sólo impacta a los personajes de la película, sino también a nosotros mismos como espectadores.

La escena final comienza con William R. Somerset, un envejecido y casi derrotado detective interpretado por Morgan Freeman. Las primeras palabras que salen de su boca, «hay sangre», nos adentran inmediatamente en el peligro que nos acecha. Al pasar al siguiente plano, nos encontramos con un joven Brad Pitt en el papel de David Mills, policía principiante e inexperto lleno de sensibilidad, junto con el artífice de la gran obra, John Doe, en un segundo plano y totalmente desenfocado.

Éste trata de ganarse la atención del policía dándole una pista letal que define su propio pecado: la envidia. Sin embargo el detective Mills no le concede el protagonismo, hasta que llega el momento clave de la escena: Somerset abre la caja de John. Tras unos segundos de profundo silencio, la amenaza cobra vida en forma de sonido, y tiene lugar lo que el verdadero protagonista lleva planeando desde el comienzo: «John Doe tiene el control». Inmediatamente, el pequeño e insignificante asesino desenfocado del segundo plano se transforma para todos en el poderoso hombre del contrapicado. Para todos, menos para el ingenuo Mills, quien sigue apuntándole con su pistola sin entender la obra. Empieza el monólogo de John, al que el policía no pretende atender hasta que escucha la palabra clave: «tu esposa».

Mientras se oyen de fondo los gritos del detective Somerset y el ruido del helicóptero, John Doe confiesa detalladamente su último crimen, el asesinato de la mujer de Mills. En ese preciso momento se une a ellos Somerset, y se forma un triángulo de lucha incesante: John pretende desatar la ira de Mills, Mills evita creerle con toda su fuerza, y Somerset desea impedir el último pecado.  Pero la lucha se interrumpe por la revelación del asesino: «suplicó que dejara vivir al niño que llevaba dentro». Desde este instante, cualquier súplica carece de sentido, y ni los ruegos de Somerset ni la batalla interior de Mills consiguen frenar la meta de John Doe: el castigo de los siete pecados capitales.

‘American Beauty’, la belleza a través de una bolsa de plástico

«El vídeo es una triste excusa, lo sé… Pero me ayuda a recordarlo, necesito recordarlo.»  En su caso, Ricky (Wes Bentley) habla sobre la cinta grabada. En el nuestro, estas palabras se pueden aplicar a la secuencia más intensa y reflexiva de American Beauty.

No es difícil caer en la tentación (y trampa) de ignorar la belleza que hay en el mundo. De hecho, si tenemos en cuenta el ensimismamiento en el que vivimos condenados, con la mirada fija en un punto rutinario, lo extraño es valorarla. Sin embargo allí está; dentro, detrás, delante o encima de cualquier sujeto y objeto que nos rodea.

Mucho se ha hablado de la belleza. «La mitad de la belleza depende del paisaje, y la otra mitad del hombre que lo mira» (Lin Yutang), «Cada cosa tiene su belleza, pero no todos son capaces de verla» (Confucio), «Quitad de los corazones el amor por lo bello, y habréis quitado todo el encanto a la vida» (Rousseau), «La belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte» (Leonardo Da Vinci)… Son muchas también las definiciones que se le pueden aplicar: un estado de ánimo, la manifestación de la vida, un defecto, una verdad, una inspiración… Cada uno la percibimos de un modo tan personal y relativo, que es inútil buscarle una fórmula definitiva. Pero si existe un grito realmente gráfico de la belleza, sin duda alguna se encuentra en esta obra.

Esta secuencia comienza precisamente con la pregunta «¿Quieres ver lo más bonito que he grabado en mi vida?». Y a medida que avanzan los segundos, vemos que lo más bonito se resume en una simple bolsa de plástico. Una bolsa de plástico idéntica a las que hemos visto volar tantas veces y nunca antes hemos captado su esplendor. Y es que mediante su cinta Ricky nos demuestra la presencia de la poesía viva, y la esencia que se oculta tras el bailoteo de un insignificante objeto que no hace más que dejarse llevar por el viento.

Sam Mendes, para introducirnos totalmente en este mensaje, ha optado por no hacer ningún movimiento de cámara mas que el de la bolsa, dando así tiempo al ojo para sentir lo mismo que sus personajes. Otro factor fundamental que nos adentra en la película es el claro contraste de colores entre los personajes, apagados y en la sombra, y la pantalla, donde predomina el rojo aportando cierto dramatismo y resaltando a la vista del espectador. Este «cara a cara» puede ser una clara representación de la lucha entre el ser humano y la vida, un enfrentamiento presente en toda la película, ya que esta es una fuerte crítica a la innecesaria complejidad e hipocresía del ser humano frente a la simplicidad de la vida. En este aspecto ayuda también el posicionamiento de los actores, quienes se encuentran separados por la pantalla, enfocando así toda la atención en las imágenes que tanto ellos como nosotros vemos.

En un principio,  Jane (Thora Birch), Ricky (Wes Bentley) y la pantalla están al mismo nivel, son del mismo tamaño, no prevalece ninguno. Sin embargo, a medida que vamos escuchando las palabras de Ricky y profundizando en el drama, se aprecia un leve y lento acercamiento que poco a poco empequeñece a los personajes y agranda en cambio lo que observan:  la belleza que oculta el mundo.

Al pasar a un primer plano de Ricky, en bastante penumbra, se aprecia un destello de luz en su cuello que simboliza exactamente lo que explica el personaje: «una fuerza increíblemente benévola que me hacía comprender que no hay razón para tener miedo, jamás». Esa luz es el claro ejemplo de que, incluso en lo más oscuro y lúgubre, hay vida y belleza. A continuación, al pasar a un plano detalle de la pantalla, es cuando nos sumerge por completo en sus palabras; el espectador ya no puede evitar que sus sentimientos estén de acuerdo con lo que escucha, porque parece que lo esté filmando él mismo. Finalmente, al saltar de nuevo a otro primer plano, esta vez de Jane, se aprecia la misma luz en la exacta oscuridad anterior, demostrando así la comprensión y afinidad existente entre los dos personajes, tal y como se comprueba con el beso final.